El reto consistía en escribir un relato corto sobre la pandemia
SE MURIÓ EL ABUELITO —Se murió el abuelito— le explicaba Poncho a Fanny. Poncho, cuatro años en el mundo. — ¡Ya cuatro años! — Decían sorprendidos sus padres. Toda una vida para Poncho, cuatro años, una vida larga para él y para Fanny, la perrita de la casa, un bichón de blanco inmaculado, tranquila en su cesto, de su misma edad, también cuatro años. Se habían criado juntos, Fanny era su mejor amiga, su única amiga. Poncho se sentía mayor, Fanny era la pequeña, para Poncho Fanny era muy pequeña, la tenía que cuidar, la tenía que enseñar, eso le habían dicho sus padres; si lo decían papá y mamá era lo que tenía que hacer, lo que daba sentido a su vida, a su larga vida de cuatro años. Se murió el abuelito, se lo había dicho papá, aquella misma mañana, al poco de despertar. —Mamá estaba llorando— le explicaba Poncho a Fanny. La había pillado llorando, aquella mañana, al despertarse, al ir a la cocina vio a mamá llorando. Mamá solía llorar, algunas veces, ahora más, hoy mucho. Preguntó porque lloraba, mamá no contestó, no podía, las lágrimas la ahogaban, papá si contestó, se lo explicó; el abuelito había muerto solo, en la residencia, por eso lloraba mamá, lloraba sin parar. Poncho se asustó, también lloró, del susto, de ver llorar a su madre, lloraron los dos. —Murió solito el abuelito— decía Poncho, se lo dijo su padre, Fanny escuchaba, atenta, ladeando la cabeza, girándola, poniendo atención. —Dice papá que lo mató el bicho verde — lo había dicho, era cierto, el bicho que andaba por la calle comiendo niños, también abuelos, se comía a los que andaban por la calle, también a los que estaban solos en las residencias, a su abuelito, solo en la residencia, no había nadie en la residencia, solo el abuelo, por eso había muerto solo, porque no había nadie más, eso pensaba Poncho: El bicho verde había entrado, se lo había comido, en las casas no entraba, en las residencias si, había entrado y se lo había comido porque el abuelito estaba solo, no había dejado nada del abuelo, se lo había comido entero, ya no había abuelo. —Tranquila que aquí no entra en bicho— le explicaba Poncho a Fanny, se lo habían dicho sus padres, en casa no entraba, había que estar en casa, sin salir, sin ir al parque, sin ir a los columpios, papá y mamá tampoco salían, llevaban días sin salir, muchos, todo su mundo era su casa, estaban todos en casa, sin salir, esperando que el bicho se fuese, esperando que los bomberos, los policías, los médicos lo echasen. Luchaban, como en las películas, los buenos luchaban y mataban a los malos, a los bichos verdes que se comían niños y abuelos, por eso había que estar en casa, esperando que los buenos los matasen y se fuesen, había que esperar, en casa, sin salir, nadie podía salir mientras hubiese bichos verdes. —No se puede enterrar al abuelo— le explicaba Poncho a Fanny, claro, no había abuelo, se lo había comido el bicho verde, sin abuelo no había entierro, así se lo explicó a Fanny y Fanny así lo entendió. —No pasa nada— consolaba Poncho a Fanny. Al fondo el sollozo de mamá, el consuelo de papá. En el cuarto Fanny en el cesto y Poncho a su lado. —No pasa nada, los buenos ganarán, los vencerán—consolaba Poncho a Fanny. —En casa, todos juntos, se está bien— concluyó mientras se oyó a su madre toser, al fondo, en la cocina. FIN
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El reto consistía en crear un relato en el que apareciese la frase "de un golpetazo seco noqueó al animal"
DE COMO ÁNGEL MARI DESCUBRIÓ QUE ERA MIOPE Ángel Mari era hijo de Ángel y de María al igual que su hermana Mari Ángeles que también era hija de María y de Ángel, además de esta singularidad también era muy delgado, tan delgado como lo eran su padres Ángel y María y su hermana Mari Ángeles. Vivía en un pequeño pueblo del norte de Navarra rodeado de montañas y de verdes prados, donde acudía cada día de nueve a doce y de una a cinco a la escuela como el resto de los hijos de las Marías y los Ángeles de aquel lugar. Como cualquier otro día se encontraba en la escuela castigado, de rodillas, junto a su amigo Gorri y no recobrarían la libertad, para expandirse en sus juegos, hasta que no recitasen los ríos de España y sus afluentes de memoria. Gorri y Ángel Mari tenían previsto ir a matar gallinas al salir del colegio, el reto era ver quien mataba más, como todos los retos de aquel pequeño pueblo de Navarra que solían consistir en ver quien meaba más lejos, quien escupía más lejos, quien tiraba la piedra más lejos, quien corría más lejos y ahora ver quien mataba más gallinas. Gorri le dijo a Ángel Mari que se pusiese detrás del maestro, a espaldas de este que se encontraba sentado en una silla, que desde esa posición podría leer los ríos en el libro abierto que reposaba en las piernas de Don Ángel sin que se percatase del truco y así creer que la lección estaba aprendida. Ángel Mari así lo hizo, se colocó tras el maestro e intentó leer lo que ponía en el libro pero como no lo veía bien se fue acercando hasta que consiguió enfocar el texto, colocando su cabeza entre la del maestro y el libro para recitar los ríos según los leía ante la sorpresa de Don Ángel y las risas de los compañeros. Tal fue el alboroto que se dio por terminada la clase y todos pudieron salir. Sin perder un momento se dirigieron al gallinero y provistos de sendas varillas de paraguas a modo de floretes con que degollar al enemigo Gorri y Ángel Mari se dispusieron a entrar en batalla. El primero en agitar su florete fue Ángel Mari y de un golpetazo seco noqueó al animal y para ver si lo había matado acerco su cara hasta ver bien enfocada la de su víctima. El aturdido animal dio en ser el gallo del corral que molesto por la afrenta se lanzó a la nariz del indefenso Ángel Mari que perdió medio lóbulo izquierdo en la disputa, herida de guerra que aún luce y que le recuerda como aquel día fue consciente de su miopía galopante por duplicado y para que nunca se olvide. FIN El reto consistía en escribir un cuento corto con el txakoli de protagonista.
DE COMO LOS DE ABADIÑO SALVARON EL TXAKOLI Me quede inmóvil, sorprendido, disgustado y desconcertado al comprobar que durante la pasada noche alguien había roto el candado de la puerta de la borda y se había hecho con mi más preciado tesoro: mi Txakoli, sin que yo me hubiese apercibido de ello ni hubiese notado movimiento o ruido alguno que me alertase de la presencia de los intrusos, de los que hubiese dado buena cuenta de haber sido consciente de su terrible fechoría. Solo unas huellas de carreta de cuatro ruedas y abundantes pisadas en el barro delataban su presencia y dispuesto a recuperar lo que nunca nadie tuvo derecho a hacer suyo, cargué al hombro con la escopeta de caza, un hatillo con corruscos de pan duro, unos cuantos ajos y me puse a seguir el rastro dejado por los truhanes dispuesto a dar con ellos sin importarme el tiempo que me llevase concluir mi empresa. Era consciente de que en la zona mi Txakoli gozaba de buena fama y que más de un envidioso quería que cambiase de dueño, pero estaba dispuesto a defenderlo y mantenerlo a mi lado a cualquier precio. En el Duranguesado, a la sombra de Amboto y el Oíz, no había comida, partida de caza, reunión de amigos en que mi Txakoli no hiciese las delicias de todos y si por alguna razón me presentaba sin él un gesto de decepción se marcaba en la cara de los presentes. Había nacido y crecido en las laderas más soleadas bajo mi amparo y mis cuidados y ese amor se reflejaba en su carácter único y peculiar que hacían de él el mejor amigo del hombre y de la mujer, que disfrutaban por igual de su chispeante y alegre juventud que a nadie dejaba indiferente. La carreta de cuatro ruedas y los abundantes pasos de quienes la acompañaban se dirigían camino de Abadiño por el sendero que transcurre a lo largo del río, no sabía si estaban cerca o me llevaban una gran distancia, me movía la firme decisión de recuperar mi Txakoli y solo esperaba que cuando se produjese el encuentro se encontrase intacto y pudiese tenerlo de nuevo conmigo en la mejor de las condiciones posibles. El vivir solo en un caserío resultaba duro y en los largos meses de invierno, junto al fuego, acompañado de una hogaza de pan y queso curado de oveja, la presencia de mi Txakoli marcaba la diferencia entre la tristeza y la alegría, entre la soledad y la compañía, entre el decaimiento y el sosiego, su presencia rompía la monotonía y hacia que todo pareciese más hermoso y diese sentido a mis días. Nada ni nadie podían separarme de él, dejaría mi vida en el camino por recuperarlo porque sin él mi vida ya había perdido todo su sentido. Mientras los ladrones no saliesen del Duranguesado cualquiera que se apercibiese de la presencia de mi Txakoli en manos ajenas alertaría a las fuerzas del orden ya que por todos era conocido. Por eso mi paso era apresurado con el fin de alcanzarlos y recuperarlo antes de que se fuese a otra zona donde, posiblemente y ante el desconocimiento, nadie sabría tratarlo y valorarlo como los que bien lo apreciábamos y confundiéndose con otros de otros lugares, dejado a su suerte, sin amo que lo presentase he hiciese sacar lo mejor que había en él, se perdiese en cualquier rincón como si de uno más se tratase. Al fondo se veían los primeros caseríos de Abadiño y las columnas de humo de las malas hierbas arrancadas de las huertas se consumían en las hogueras subiendo al cielo, delatando la actividad de quienes las habían encendido. Junto al río tuve la suerte de encontrarme con mi viejo amigo Gorri que se afanaba con la azada limpiando los surcos de las viñas de Ondarrabi Zuri. Viéndome tan apresurado me preguntó por mi mal disimulada prisa a lo que le contesté informándole de mi apurada situación de la que se hizo partícipe de inmediato. Echando su azada al hombro, sin pensarlo ni un solo instante, se unió a mi cruzada y siguió conmigo camino adelante. Me informó que hacia como una hora había visto un carromato de gente desconocida que bien pudieran ser gitanos trashumantes y que por los datos que le daba, sin duda ellos llevarían mi Txakoli oculto dentro del carromato de cuatro ruedas, que bien parecía una casa rodante con su puerta, su ventana y su chimenea, alrededor de la que gritaban chiquillos de varias edades jugando sin descanso, mientras sus madres portaban grandes fardos sobre sus cabezas. También iban con ellos algunos varones mal encarados con grandes navajas asomando de sus fajines de tela a modo de cinturón. Gorri se mostró muy afectado por el desagradable incidente, conocía muy bien mi Txakolí y le tenía un gran aprecio, había sido motivo de grandes momentos de alegría compartida entre amigos y realmente era un compañero más al que había que salvar de manos extranjeras que no lo iban a saber apreciar ni conocían el cariño y la dedicación que yo le había dedicado para hacer de él el mejor de la comarca de Duranguesado. Cuando llegamos a la torre de Muntsaratz vimos al campamento instalado en los prados que están junto al caserío que guarda a la torre. La carreta-casa estaba en el lado del río y frente a ella una hoguera alrededor de la que discurrían hombres, mujeres y niños en sus quehaceres. Gorri viéndome muy enojado y con la escopeta cargada en la mano me aconsejó mantenerme en la distancia y dejarle a él ir a parlamentar, a lo que accedí sin reparos viéndole alejarse en la distancia. El grupo de niños rodeó enseguida a Gorri que fue conversando con sus madres una tras otra, ellas se ponían la mano en la comisura derecha de la boca y negaban con la cabeza, con gesto de quien acusa a un inocente y se siente ofendido, al final de varios parlamentos hubo un cara a cara con quien parecía ser el patriarca, que subido en las escaleras de acceso a la puerta de la casa-carreta mano en la cintura, erguido y con gesto altivo negó con energía la acusación invitando a marcharse del campamento a mi amigo Gorri informándole de que no era bien recibido. Cuando Gorri regresó junto a mí estaba abatido por la impotencia que sentía ante la negativa del patriarca de enseñarle el interior de la carreta, habiendo defendido su posición en la escalera fieramente y sin que diera una justificación que zanjase la disputa. Me pidió que estuviese un rato controlando los movimientos de los acampados, que él tenía un importante cometido por realizar y que en breve recibiría noticias, que entre tanto no tomase ninguna iniciativa sin antes esperar a su vuelta. Desde mi puesto de vigía controlaba el devenir del grupo sin que nada extraño observase entre ellos. La sombra de los cipreses que bordean el río comenzaba a extenderse por el prado y los ecos de un murmullo de gente se oía llegar desde el interior del pueblo. Al rato aparecieron un centenar de personas provistas de azadas, horquillas, hoces y todo tipo de aperos del campo portados por hombres y mujeres dispuestos a dar su vida por recuperar mi Txakoli; por todos conocido y por todos apreciado. El numeroso grupo, entre los que me incluí, rodeó la carreta y a sus moradores a una prudente distancia. Los chiquillos corrieron a refugiarse con sus madres y estas se ocultaron con ellos bajo la casa con cuatro ruedas. Los hombres echaron mano a sus grandes navajas defendiendo a su prole mientras el patriarca permanecía impasible subido a la escalera de la carreta impidiendo el paso a quien quisiera entrar en ella. Gorri, desnudo de toda herramienta que supusiese una amenaza, se acercó al patriarca y le instó a que abriese la puerta a lo que este se negó. Gorri levantó la mano y todos los sitiadores a una dimos un paso al frente cerrando el círculo. Esta misma operación se repitió tres veces hasta que el patriarca, viendo que estaba poniendo en peligro a su grupo y que aquello podía acabar muy mal decidió abrir la puerta definitivamente y muy a su pesar. Un silencio de campo santo impregnó el tenso ambiente y yo, adelantándome de entre el grupo que formaba el círculo, grité firme y decidido: << Txakoli, ven, toma>> y Txakolí asomo su hocico por la entreabierta puerta de la carreta tan asustado como los niños que se encontraban bajo ella. Nuevamente grité: <<Txakoli, ven>> y Txakoli dio un salto de alegría, se dirigió a mi poniendo sus patas en mi hombro y comiéndome a lametazos, mientras el grupo se disolvía volviendo a sus casas, los chiquillos y sus madres abandonaban el bajo de la carreta y Txakoli con Gorri y conmigo regresábamos al caserío a celebrarlo con unos vinos de uva Ondabarri Zuri del huerto de mi amigo Gorri. |